La sal en la antigüedad era algo más que un condimento. Era usada como forma de pago, de ahí nuestra palabra salario. Incluso esclavos se llegaron a pagar con cristales de sal. Extraerla era complicado y necesitamos siglos hasta poder separarla de otros minerales que la corrompen y tenerla en una forma más pura. La sal era un tesoro. Jesús dijo que sus seguidores, aquellos que estaban dispuestos a ser despreciados por el mundo (Mt. 5:11), son la sal de la tierra. Somos la sal por la que el hijo de Dios pagó un alto precio, somos el tesoro del Padre. El Espíritu Santo cambió nuestra naturaleza corrupta por otra que debe prevenir la corrupción del mundo. Somos tan incómodos como necesarios. La sal tiene una labor vital pero silenciosa, que opera de dentro hacia afuera. Una labor parecida a la del Espíritu Santo, cuyos resultados son visibles pero su proceso no es evidente al ojo humanos. Pero la sal debe evitar a toda costa contaminarse con otros minerales que alteran su sabor y función. Si esto pasa es mejor no comprarla o tirarla. Es posible también que alguien consiga sal en su forma más pura, y para evitar que se contamine con otras sustancias decida nunca abrir el paquete. La sal no sala por ósmosis, debe ser puesta sobre lo que se quiere sazonar o preservar, debe haber un contacto directo. Un cristiano contaminado no sirve, y un cristiano empacado al vacío tampoco. La auto indulgencia (o auto complacencia) de esos hábitos pecaminosos es para el creyente lo mismo que la presencia de otros minerales a la sal. Y si un creyente vive encerrado en su burbuja santa, entonces ¿cómo sabrá lo que tiene que preservar?.
Lo de la luz es otro tema. Vivir en un país con unas 1700 horas de sol anuales (1200 menos que Madrid o 1500 menos que Arizona) te hace apreciar aún más la luz del sol. La luz es vida, es alegría, es energía, pero también deja al descubierto lo que preferiríamos que se quede en la ignorancia, nuestras vergüenzas. Cristo es la luz de los hombres, son creyentes son llamados a serlo. Cristo fue rechazado porque las obras de los hombres eran malas, los creyentes están en la misma posición. Vivimos en una época en la que, a los que tenemos la osadía de seguir a Cristo, se nos pide guardar silencio, no incomodar, ir en contra de nuestra naturaleza. ¿Cómo responderemos?
«…Me mantengo firme en las escrituras a las que he adoptado como mi guía. Mi conciencia es prisionera de la Palabra de Dios, y no puedo ni quiero revocar nada reconociendo que no es seguro o correcto actuar contra la conciencia. Que Dios me ayude. Amén» Martín Lutero, Worms 1521.