La globalización sí está de moda, la unidad no.

Una latina, dando clases de inglés a una diseñadora automotriz uzbeka, que trabaja para una subcontrata de una empresa alemana que quiere vender autos al resto del mundo. Una latina, que da clases de inglés a un mecánico tunesino, que trabaja para una empresa alemana que da talleres de formación a mecánicos nigerianos e iraníes.  Parece un chiste, pero es mi realidad.  La globalización es una realidad.  Lo complicado en estos días es consumir productos locales, a veces es un auténtico lujo.

Estamos conectados al mundo.  Compramos lo que todo el mundo occidental compra y el mundo oriental produce, escuchamos las mismas canciones, aunque no las entendamos, vemos las mismas series, nos tomamos fotos en los mismos lugares, adoramos los trending topics… También intercambiamos ideas y proyectos, nos beneficiamos del intercambio cultural con otros pueblos,  nos enviamos dinero los unos a los otros en cuestión de clicks. Todo viaja más lejos y más rápido. Bulos e información real viajan a la misma velocidad.  Esa es nuestra realidad.  Establecemos relaciones, sí, pero ¿qué tan sólidas o profundas son esas relaciones? En un mundo donde es posible vendernos de todo, convirtiéndonos todos en clientes potenciales ¿será que eso nos convierte en hermanos? ¿será que se puede combatir el etnocentrismo a base de «likes»?

Dados los últimos acontecimientos políticos y sociales en el viejo continente, me parece que el mensaje interno es «me gusta esto de gustarnos mutuamente, pero mejor tú en tu casa y yo en la mía, ni juntos ni revueltos».  Y en un mundo que deja claro que más allá de los vínculos comerciales no nos podemos entender, ¿qué puede aportar la iglesia evangélica?

Me han dado el privilegio de dar un estudio inductivo sobre la carta de Pablo a los Efesios con un grupo de mujeres, que en principio no tenemos nada en común.  Pero estoy disfrutando mucho redescubriendo cosas que había olvidado, como por ejemplo que la intención del Padre siempre ha sido tener una comunidad donde todos son diferentes, pero todos pertenecen a una sola familia (1:9; 2:18-19; 3:6). Desde antes de la fundación del mundo la idea siempre ha sido una comunidad multicultural, compuesta por seres limitados y pecaminosos logran vivir en armonía por medio del Espíritu Santo en sus vidas.  Es una comunidad en proceso de cambio, que de forma sobrenatural logra amor verdadero y profundo, a pesar de sus muchas diferencias, porque el elemento común es Cristo.  Esta comunidad no se deja impresionar por estándares humanos, porque tiene sus ojos puestos en la Trinidad.

Crear barreras que nos separen es algo que cualquier hijo de vecino puede hacer, pero vivir en unidad y armonía es la auténtica revolución de nuestros tiempos.  No se trata de cerrar los ojos y comprometer nuestros valores, se trata de comprender que todos estamos en proceso de cambio, tenemos naturalezas pecaminosas, estamos aquí por la gracia del Padre, y necesitamos  que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, nos dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él (1:17).

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