«Hubo en los días de Herodes…»

La historia de la navidad no podía empezar con una mejor descripción: Herodes. «Hubo en los días de Herodes» es la síntesis perfecta de la desesperación y angustia de un pueblo que veía como imperios iban y venían, pero Dios no rompía su silencio.  Durante siglos no se encontraba en aquella región profeta que diera un mensaje de esperanza.  Incluso en la cautividad en Babilonia Dios encargó a sus profetas alentar a su pueblo con mensajes de consuelo.  Ya nadie decía «consolad a mi pueblo».  Las promesas de un pastor que apacentara a su gente parecían más muertas que nunca.  Todo lo que se podía ver y oír era armaduras de soldados extranjeros, intentos de subversión eficazmente aplastados y desconsuelo. Y así pasaron 400 años.

En este período tan oscuro, política, económica y socialmente, este personaje cruel, padre de intrigas se sienta en el trono.  Herodes, un hombre al que sólo le importaba el poder, estuvo siempre presto a aplastar todo aquello que amenazara su reino.  No le tembló la mano para matar a los de su propia sangre para asegurarse el trono.  Su astucia le permitió servir y complacer a Roma y al mismo tiempo alimentar a su bien nutrido ego.  A pesar de eso, nada impidió a un grupo pequeño, ese remanente fiel, alimentar la llama de su fe contra todo pronóstico.  Pero después de todo eso es la fe, creer que la luz vendrá aún cuando falte mucho para el amanecer.

Y este grupo de fieles tan dispar como devoto, vio su fe recompensada al ver al hijo de Dios con sus propios ojos.  La luz del mundo fue revelada a una chica adolescente sospechosa de adulterio, un carpintero que cargaba con un hijo que no era suyo, una mujer que durante años padeció la deshonra de su esterilidad, unos pobres y solitarios pastores, unos gentiles adinerados de oriente y dos ancianos que servían en el templo y posiblemente murieron poco tiempo después.  La fe nada tiene que ver con razas, posición económica o preparación académica.  Seguramente los magos de oriente regresaron después a su rutina, pero sus corazones habían cambiando para siempre, porque el objeto de su fe ya no eran las estrellas que estudiaban, sino el creador de las estrellas encarnado en un niño pequeño. La vida de José ,María y los pastores cambió para siempre, pero ese niñito era el recordatorio de que Dios cumple sus promesas, aún en los tiempos más oscuros.  Simeón y Ana dejaron esta tierra con gozo, porque la salvación para su pueblo y para toda la humanidad estaba muy cerca.

Eso es la navidad, la esperanza renovada de que a pesar de vivir otra vez los tiempos de Herodes, nuestro mayor problema, el pecado, ya ha sido solucionado en la cruz.  Esperanza en que Dios cumple sus promesas, siempre lo ha hecho y siempre lo hará.  Esperanza porque los silencios de Dios no son ausencia, son períodos de trabajo silencioso.  Esperanza en una restauración final, que aunque falte mucho tiempo, estamos un año más cerca de ella.

Feliz Navidad.

Las primeras mentiras

Estamos en esa época del año cuando muchos de nosotros no podemos evitar echar la vista atrás, en parte para confirmar que estamos en el camino correcto, en parte para enmendar o prevenir errores.  Esperaba terminar este año un par de proyectos grandes que tendrán que esperar unos meses más hasta ver la luz, y eso me ha causado un poquito de frustración. Otro tanto de frustración llenó mi copa al cancelarse un viaje muy esperado. Pero lo que más me ha pesado estas últimas semanas es la esperanza fallida de dejar este sótano por un apartamento un poco más grande.

Todo empezó hace unas semanas con un comentario amable de mi arrendador ofreciendo por el mismo precio, mínimo, un apartamento más grande, sino es que una casa completa para mí sola.  La idea de tener una casa de esas características para una persona con mi sueldo fue sencillamente desbordante.  Mi mente amuebló esa casa, la llenó de historias, invitó a amigos y desconocidos, se celebraron cenas, me eché la siesta en el sofá viendo la lluvia caer, canté en la ducha, hasta utilicé el horno para calentar pizzas congeladas. Tendría mi propia plaza de aparcamiento (para el auto que no tengo o para los autos de mis visitas). Era simplemente perfecto.  Mi vida estaría completa entonces.

Pero las semanas de «dulce» espera se han vuelto amargas.  El tiempo pasa, y mis intentos por contactar con mi arrendador para asegurarme un lugar más grande caen en saco vacío.  Me temo que no seré yo la que disfrute de las reformas que se están haciendo a la casa, me temo que seguiré por un tiempo más en el sótano, literal y metafóricamente hablando.

Eva, la madre de todos los hombres, vivía en el paraíso, literalmente.  Pero en su corazón se incubaba una duda mortal: el Creador le estaba negando algo.  No importa que tan perfecto fuera todo a su alrededor, el marido perfecto, el trabajo perfecto, la casa perfecta, el pelo perfecto, el cuerpo perfecto, la comida perfecta, el clima perfecto, Eva no pudo evitar sentir que a su vida le faltaba un poquito más para ser perfecta. Y esta duda, que cuestionaba abiertamente el carácter del Creador, le llevó a creer otra mentira: yo puedo arreglarlo. Básicamente la premisa sigue siendo la misma: yo puedo satisfacer mis propias necesidades, yo sé lo que necesito. El Tentador encontró un terreno abonado y listo para sembrar infelicidad y muerte, y no desaprovechó su oportunidad. Desde entonces, los descendientes de Eva luchamos con la misma duda: Dios me está negando algo, no tengo todo lo que «necesito» y por eso yo tengo que encontrarlo.

«Teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto» dijo Pablo.  Viviendo en un sótano, o viviendo en la casa más grande del pueblo, teniendo un sueldo fijo y viviendo al día, sola o acompañada, con hijos o sin ellos, famosa o en el olvido, el Creador no me ha negado nada.  Por eso «vuelve, oh alma mía, a tu reposo, porque Jehová te ha hecho bien. «