Caracoles

Y Dios me dio caracoles, no buen samaritano a la vista, sólo caracoles bebé.
Me caí sobre mi rodilla izquierda hace un par de días. La palma de mis manos está intacta, mis leotardos intactos, la piel de mi rodilla desapareció… Desde entonces cojeo. No me gusta quedarme sentada mientras doy una clase, pero ayer no tuve opción. Después de la clase decidí parar a buscar vendas y comida, ¡lo que no sabía es que el transporte público estaba en huelga! Tuve que caminar 1,5 km cuesta arriba desde la estación de tren hasta mi casa. Esperaba que si un conductor me veía cojeando, se ofreciera a llevarme (pero mamá me dijo que subiera al auto con desconocidos…), un buen samaritano. Pero no sucedió, como en julio, cuando nadie apareció. Intento estar ahí para mi gente, pero aparentemente nadie está ahí para mí. Otra vez sola. Nuevamente me quedé caminando lentamente, teniendo mucho tiempo para admirar como luce el otoño en los jardines de las casas del camino. Entonces vi al pequeño ejército de pequeños caracoles. Una vez que ves uno encuentras el resto. Todo el camino hacia arriba, moviéndose lentamente… como yo. Estuve tentada de hacer mi propia fiesta de la autocompasión, pero estos pequeños me recordaron que la lentitud no es mala, es natural y necesaria.

Tuve tiempo para pensar que le pido a Dios que mande personas cuando necesito ayuda. Una especie de secretario galáctico que me contacta y hace pasar a las personas que necesito cuando las necesito… en lugar de ser ese amigo que te dice: no tengo auto pero voy a caminar contigo, y si tienes que parar a descansar, hacemos una pausa. No tengo prisa. El Dios que camina conmigo, y con los caracoles.

Tan diferentes, tan iguales, tan festivos. Un día en una feria alemana.

Leí hace tiempo que se necesitan 8 años  para entender una cultura. 8 años desde el momento en que hablas el idioma de la cultura que quieres entender. Llevo 10 años aferrándome a esa premisa.

Aún no sé cuándo se «debe» llevar tarta a la oficina, qué aspectos de la vida son privados y que cuáles son atañen lo profesional. Me he acostumbrado al contacto visual indirecto, y ese afán de no entrometerse en la vida privada de los demás… lo echo de menos cuando estoy lejos. No sé cuando un conocido se convierte en amigo. Sé que la ayuda no se ofrece, se pide, entonces se obtiene. Pero me faltaba un aspecto de la cultura nativa por ver, el festivo sin filtros. 

Ordenados en mesas numeradas, con horario para empezar y para terminar, emocionados ante la expectativa de pronto tener licencia para «bailar» sobre los bancos en los que están sentados, verse a los ojos y hablar con extraños sin sentirse mal por ello. Una combinación de música entre lo muy local y grandes éxitos internacionales de los 70 a los 90. Tal vez las expresiones festivas de cada cultura se convierten en su cliché, ya sea en pantalones de cuero o con guayavera, al final todos necesitamos celebrar algo, vernos a los ojos y conectar con otros. Al final no somos tan diferentes.  Al final siempre hay música para el alma, comida para el cuerpo y alcohol para el dolor, la soledad y la desesperación. No somos tan diferentes. 

El festival popular, resulta ser popular. Imposible distinguir (a ojo extranjero) quién es quien. Jefe o empleado, empresario o repartidor. Pantalones de cuero y camisas a cuadros, vestidos con encajes y lazos de colores, tan similares entre ellos, ¿una ilusión en una cultura que aspira a la igualdad? Lo cierto que es comparten códigos, eso que todos saben pero no se puede explicar con palabras, saben qué y cuándo cantar, qué y cuándo responder y brindar al unísono. Es todo eso que transmite de una generación a otra sin palabras: lo que es honorable y lo vergonzoso, lo que es aceptable y lo que no, las reglas y sus excepciones. Tan similares entre ellos. Entender por qué lo hacen tal vez me tomará otros 8 años. Tal vez para ellos yo sea igual de incomprensible, pero no somos tan diferentes.

Pero que la música, sea cuál sea, que no falte.