Dos meses en una montaña rusa emocional. Desde el subidón vivir un momento que pasaría a la historia (que de hecho fue así, pero no como se esperaba) hasta el dolor más profundo de una pérdida empapada por la culpa más amarga. De pensar que todo estaba perdido a vivir el milagro más grande de la historia universal.
Simón Pedro regresa a casa. Siendo el alfa que fue, le sigue su séquito. No regresa antes de la resurrección, tal vez estaba demasiado afectado para emprender y viaje y tener que dar explicaciones a sus conciudadanos sobre que rayos había pasado en Jerusalén despuésde la pascua. Tal vez no había regresado porque la siguiente pregunta era aún peor, la respuesta a la pregunta «¿y qué hiciste tú?» era «dije que no lo conocía «. Regresa a casa, a su lago, a si oficio, cuando todo estaba bien otra vez, el maestro está bien. Regresa sin saber si seguía perteneciendo al grupo cercano del maestro. Regresa porque su relación con el maestro estaba rota. Resucitar de entre los muertos parece más fácil que ser perdonado. Demasiadas cicatrices visibles.
Una serie de «déjà vu» en el mar de Galilea: Pedro intentando pescar, el extraño que dice que hay que echar la red al otro lado, una pesca milagrosa, que termina con un «sígueme». Tres confesiones de amor que terminan reconociendo que el amor más perfecto que podemos ofrecer es imperfecto y a veces traiciona. Pero Jesús no necesita más. Pedro necesitará ser perdonado muchas veces más.
Judas no aguantó con su culpa y decidió no ver a los ojos del maestro. Lo que merecía por lo que hizo le lleva a pensar que la muerte aliviará su dolor. Pero Simón Pedro no, está dispuesto a aceptar lo que el maestro quiera hacer con él. Se viste de nuevo y se echa al agua. No hay reproches públicos ni privados, sólo desayuno pan y peces, otro «déjà vu». Pero esta vez la generosidad del maestro va más allá de la provisión material. Su cuerpo necesitaba desayunar, pero su alma necesitaba ser perdonada.