España 1997

En un lugar de la Andalucía profunda, de cuyo nombre no quiero acordarme, en tiempos que parecen tan lejanos, aterrizó una adolescente curvy de piel canela. Lo de ser adolescente les debió parecer poca cosa, que me dieron otra etiqueta más: inmigrante. Pero en esa época todo era difente.

La madre patria le decían.  En la escuela me contaron que ellos eran los descendientes de los colonizadores, los que se llevaron todo y dejaron todo patas arriba. La gente nos miraba con curiosidad, pero curiosidad buena, como quien aún ha decidido si le caemos bien o mal. Les gustaba escucharnos hablar, decían algo un de acento de telenovela. Las miradas de desaprobación se contaban con los dedos de una mano. Llevábamos puesto el cliché de gente pobre y poco educada, recibíamos la caridad producto de ese estereotipo. Pero era caridad de empatía, no de superioridad. Nos servían comida que pensaban que no conocíamos.

En esa época me dieron el mejor regalo que me pudieron dar, me dijeron que mi color de piel era hermoso. Había crecido escuchando que lo blanco y europeo era bonito, no lo de piel oscura. Eran otros tiempos.

Con las respectivas crisis económicas de finales de los noventa, principios del 2000 en Latinoamérica llegaron muchos como nosotros. Tal vez demasiados. Dejamos de ser lindos y simpáticos, nos convertimos en una preocupación, en un malestar. Éramos algo peor que el terrorismo y el desempleo. En las encuestas del CIS nos convertimos en tema recurrente solo para reforzar lo que como colonizamos llevamos grabado a fuego en nuestra piel morena: la madre patria nos desprecia. Y así la España en la que aterricé unos años antes, desapareció para siempre. Quedaron reductos de esa generosidad y cariño concentrados en personas individuales.

A la España del 97: muchas gracias. A esos reductos de bondad: os llevo en el corazón. A la la España actual, que no sabe que hacer cuando sus energúmenos gritan estupideces a un chaval en un campo de fútbol: sé que lo podéis hacer mejor. Confío en que lo hagáis mejor.

Carta a un deportado

Si emigrar no es fácil, regresar no lo es menos. Si emigras con miedos y expectativas en el equipaje, regresas con más de lo mismo, miedos y expectativas. Si en el proceso de adaptación hay decepciones, regresar a casa tiene sus propias decepciones que se agravan porque piensas que regresas a lo conocido. Pero lo conocido eso es solo una ilusión.

Tú has cambiado. Alejado de la supervisión de los tuyos desarrollarte gustos nuevos e ideas nuevas. Lo que traía alegría y tranquilidad, en tu exilio se convirtió en algo simple, tal vez hasta te avergüences de ello. Adquiriste gustos occidentales, sofisticados. Has visto el «desarrollo» y la «abundancia» de cerca, y no puedes fingir que no lo has visto. Estuviste en la tierra que «fluye leche y miel», pero la vida te lleva de regreso a casa. Conociste a gente que logró el sueño americano, pero no es tu caso.

Llegas. Todo es más pequeño, sucio y descuidado de lo que recordabas. Tu gente te parece más bajita y morena de lo que los recordabas. No recordabas los techos de lámina tan oxidados, los postes con un nudo de cables peligrosamente expuestos. Con razón se va la luz con tanta frecuencia. ¿De donde salen tantos perros callejeros? Si eres de los afortunados, escucharás el ladrido, casi llanto desconsolado o aliviado, de tu fiel amigo de 4 patas que un día te vio partir y no entiende por qué tardaste tanto en regresar. Pero tus humanos te ven diferente. Ellos te ven con cierto desconcierto. Eres y no eres el que se fue. Te ven, pero no están seguros si sigues siendo tú. Ven tu sorpresa, tu desconcierto, tus dudas y tú los ves a ellos intentando recordar lo que ensayaste en el avión pensando en este momento.

Regresaste. ¿Fracasaste? No traes regalos bonitos o historias inspiradoras que contar. Pero regresaste, y sobrevivir es logro, una pequeña victoria sobre la muerte. Sabes perfectamente que tu vida estuvo en peligro muchas veces. No eres el mismo, pero ¿te gustaría seguir siéndolo? ¿Te gustaría que todo siguiera igual? Tienes una oportunidad de reinventarte, reescribir tu presente, pero tomar al toro por los cuernos requiere de tanto valor como cruzar una frontera. No te apresures, piensa en tu siguiente movimiento con la cabeza fría. No tomes decisiones importantes hasta que la vergüenza y la culpabilidad te suelten la mano, son pésimas consejeras. Que la soledad o la incomprensión no te preocupen, los que quieran acompañarte lo harán. No te enfades con los que quieren que todo siga como siempre o que tú seas el de antes, ellos también tienen miedo. Todos tenemos miedo. Todos vivimos con vergüenza y culpa.

Los problemas de dinero no siempre se solucionan con dinero, sino con creatividad (y mucho trabajo), y tú has visto mundo. ¿Cómo puedes usar las experiencias de tu vida en el exilio para crear o mejorar tu presente? ¿Qué harían en tu situación las personas que tú admirabas? Jefes, vecinos, amigos, etc. Tu vida no es casualidad, lo que has vivido hasta ahora tampoco.

Bienvenido a casa. Puede que no sea la casa que recordabas, pero puedes remodelarla a tu gusto hasta que la sientas tuya.