Y Dios me dio caracoles, no buen samaritano a la vista, sólo caracoles bebé.
Me caí sobre mi rodilla izquierda hace un par de días. La palma de mis manos está intacta, mis leotardos intactos, la piel de mi rodilla desapareció… Desde entonces cojeo. No me gusta quedarme sentada mientras doy una clase, pero ayer no tuve opción. Después de la clase decidí parar a buscar vendas y comida, ¡lo que no sabía es que el transporte público estaba en huelga! Tuve que caminar 1,5 km cuesta arriba desde la estación de tren hasta mi casa. Esperaba que si un conductor me veía cojeando, se ofreciera a llevarme (pero mamá me dijo que subiera al auto con desconocidos…), un buen samaritano. Pero no sucedió, como en julio, cuando nadie apareció. Intento estar ahí para mi gente, pero aparentemente nadie está ahí para mí. Otra vez sola. Nuevamente me quedé caminando lentamente, teniendo mucho tiempo para admirar como luce el otoño en los jardines de las casas del camino. Entonces vi al pequeño ejército de pequeños caracoles. Una vez que ves uno encuentras el resto. Todo el camino hacia arriba, moviéndose lentamente… como yo. Estuve tentada de hacer mi propia fiesta de la autocompasión, pero estos pequeños me recordaron que la lentitud no es mala, es natural y necesaria.
Tuve tiempo para pensar que le pido a Dios que mande personas cuando necesito ayuda. Una especie de secretario galáctico que me contacta y hace pasar a las personas que necesito cuando las necesito… en lugar de ser ese amigo que te dice: no tengo auto pero voy a caminar contigo, y si tienes que parar a descansar, hacemos una pausa. No tengo prisa. El Dios que camina conmigo, y con los caracoles.