Días agridulces

Mi yo interno cantaba el «let it go» (Frozen) tan alto que yo creo que las personas sentadas al lado mío en el tren lo podían escuchar. Poco a poco el semestre termina y yo recupero algo tan añorado como desconocido: tiempo para mí. El 90% de mis cursos en la universidad popular continúan así que el final de un semestre no es un «adiós» definitivo, es un «hasta pronto». Pero cuando termina un curso en una empresa el sentimiento es diferente. Hace más de tres años tomé una clase de sustitución en esta empresa, en el fin del mundo. Y hoy, más de 300 horas de clase después, firmo por última vez el libro de visitas.

El sentimiento es agridulce. Los inviernos en este pueblito son especialmente fríos, debe ser por el río. No echaré de menos las calles de piedra y ese puente escarchado y resbaladizo para cruzar las vías del tren. No echaré de menos esa sala de reuniones fría en invierno, un horno en verano, por no mencionar el olor extraño de la moqueta. Me iría tranquila si supiera que las personas que conocí allí estarán bien, trabajando cada uno en lo suyo. Me voy sabiendo que ellos mismos no saben qué va a pasar. He respirado el clima de incertidumbre y resignación que impregna las paredes, he visto gente «abandonar el barco». En otros intuyo miedo; se quedan por miedo al cambio.

Una parte de mí espera un desenlace fatídico, pero no porque quiero que pierdan sus trabajos, sino porque yo misma estoy cansada de verlos esperar. Venir a trabajar, aunque sea sólo unas horas, ha sido más bien como visitar en el hospital a un enfermo con pronóstico reservado. Me voy y el paciente sigue igual, pronóstico reservado.

Justo hoy me pusieron el décimo sello en la tarjeta de cliente frecuente en la cafetería al lado de la estación, el próximo café es gratis. Tendré que volver a cobrar ese café. Quizá para entonces la situación del paciente haya mejorado.

Barato, barato

Llegó el día, era inevitable. Después de 3 años me entregaron su último examen y nos despedimos. Su futuro está en el aire, son las víctimas usuales de las malas decisiones de los de arriba. Son los que han trabajado toda su vida para hacer realidad los sueños del empresario de turno y ahora ven como la tijera de los recortes les quita, de momento, la tranquilidad. Esperemos que sólo sea eso. Entrados los 50 la idea de empezar de nuevo no es nada atractiva.

En los últimos meses he visto jóvenes con mucho talento salir, algunos con cierta sensación de alivio, pero en todos la decepción se reflejó en un silencio prudente. Han quedado los que albergan la esperanza de que el barco no se hunda, o tal vez sean los que por la edad prefieren no dar pasos en falso.

3 años de escuchar que se sienten ignorados por los de arriba. Se sienten incomprendidos, no tienen todos los recursos que necesitan para hacer su trabajo. 3 años cuesta abajo en una carrera loca por abaratar costos.

Barato, barato. Queremos calidad, pero barata. Queremos mucho y barato.

Molesta

Fue casi como un bofetón. Después de tres años viniendo fielmente a clase, me saca del aula para decirme que ya no vendrá más, pero que no debo preocuparme, que no es mi culpa. (¡Por supuesto que lo es!).

Hace un par de meses, celebrando el final del curso con el resto del grupo, casi promete amistad eterna y ahora me dice que el grupo ha cambiado y que él se va.

En general me cuesta mucho adaptarme a los cambios. No los asimilo bien. Si algo funciona bien no me gusta que me cambien las cosas. Siempre he creído que esa molestia o tristeza que siento es porque soy de estructuras fijas para algunas cosas. Y es cierto, pero hoy me di cuenta de algo más. Un alumno en una empresa se pasó por clase para despedirse. Se marcha de la empresa. (Perder 3 alumnos en dos días es un pésimo récord, aunque no soy para nada responsable de la marcha de este último). Me di cuenta de que echaría de menos su estilo estructurado a la hora de opinar. Pero también echaría de menos el estilo conciliador del chico de al lado si se marchara. Echaría de menos el enfoque pragmático del otro. Echaría de menos a esos chiquitos de 20 años y sus historias locas sobre influencers, youtubers y discotecas. La suma de todos ellos es lo que hace la mezcla perfecta. Es una lástima que sus jefes no sepan ni sus nombres.

Dar clases a adultos es como beber un cóctel. (Nunca he bebido uno pero supongo que será algo así). Cada persona en el grupo es un ingrediente. Hay ingredientes que es mejor no mezclar. De algunos necesitas más y de los más intensos un poco menos. El cóctel perfecto se obtiene mezclando las dosis correctas de la gente adecuada. Darle clase a un grupo bien «mezclado» es un subidón para el maestro. Hay otros que los tomas como medicina, rapidito y sin rechistar.

Volviendo al desertor original, debo reconocer que el supo ver enseguida algo que yo tardé semanas en captar: la mezcla de ese cóctel había cambiado. Ya no funcionaba para él. Se marchó llevándose a los que pensaban como él. Así como aterrizó un día en mi clase, rodeado de su séquito, así se marchó.

Mi tarea: crear la receta para este nuevo grupo, huérfano ahora de macho alfa.