Inmigrante de largo recorrido

Hace 10 años tomé una decisión arriesgada, medio suicida. Nunca pensé que fuera capaz de reducir mi vida a dos maletas y plantarme en un aeropuerto rumbo a lo incierto, pero ya no tenía nada que perder. Llevaba años orando por un cambio, intentando que las cosas funcionaran aquí y allá, hablando con unos, escribiéndole a otros, pero nada funcionó. No se abría ninguna puerta. Lo que debió ser un año de espera terminaron siendo 8 en los que al final de cuentas terminé un postgrado, con el plus de descubrir que me gustaba la enseñanza. No fueron 8 años perdidos, solo fueron 8 años de entrenamiento en la sombra. Alemania no era la respuesta a mis oraciones, pero era una respuesta, y sabía que no tomar esa opción me iba a salir muy caro. Más grande que mi miedo a morir en el intento, es mi miedo a llegar al final de mis días con remordimientos, sintiendo vergüenza por mi falta de coraje.

Cuando tenía unos 10 años, en un recital de piano de final de año entré en pánico: no encontraba el «do central». Después de lo que para mí fueron minutos, seguramente sólo unos segundos, de infructuosa observación al teclado de ese piano de cola, decidí cerrar los ojos, levantar las manos y allí donde aterrizaran mis manos empezaría a tocar. Curiosamente mis manos cayeron en el «do central». A ese cerrar los ojos y dejarme llevar yo lo llamo mi momento «recital». De pie en la habitación de mis padres, al teléfono una tarde de junio en mi cálida Andalucía, cerré los ojos y dije «está bien, llego a Frankfurt en agosto». Y como «dijo» Julio César «alea iacta est» (la suerte está echada), o como dicen en el sur, que sea lo que Dios quiera.

Y Dios quiso. Al día siguiente de mi llegada, un alma caritativa me regaló toallas, porque por alguna razón no se me ocurrió que necesitaría por lo menos una, así que no llevé ninguna. Para mí no fue nada extraordinario, pero para mí madre fue casi una epifanía, la señal de que Dios iba delante abriendo caminos. Alemania me ha enseñado que puede ser la tierra que fluye leche y miel, pero también me ha enseñado los dientes, ¡oh sí! Alemania no regala nada, ama sus estructuras, pero también premia el esfuerzo. En trabajo duro sin protestar, nadie le gana a los niños tercermundistas. Aprendí a comer una vez al día y a caminar para no comprar ticket de transporte. Acepté trabajar en condiciones laborables que ningún blanco hubiera aceptado. Aprendí a vivir en un sótano, a armar muebles de Ikea y pintar paredes (ese trabajo manual que jamás hubiera hecho el mi país de la eterna primavera pero que resulta que puedo hacer, y hasta me siento bien desafiando mi sistema).

Tú, Dios, nos pusiste a prueba,
purificándonos como a la plata:
nos dejaste caer en una trampa,
descargaste un gran peso en nuestra espalda;
permitiste que sobre nosotros cabalgaran,
tuvimos que atravesar agua y fuego,
pero tú nos llevaste a la abundancia.

Salmo 66