Quedarse o salir corriendo, esa es la cuestión

Este mes toca cosechar. Después de dos años invirtiendo en un par de proyectos, toca recoger lo que he (hemos) sembrado. Estoy cansada, no tengo tiempo ni de ir al supermercado, me he quedado sin dinero, y me gustaría que solo para variar, esos detalles de última hora vinieran de uno en uno y no todos al mismo tiempo. Ni siquiera sé si lo que recibiremos se vaya a transformar en beneficio material o será mera decoración en nuestra hoja de vida.  Pero he conocido gente estupenda que ha compartido conmigo tiempo, experiencia y su buen hacer; y algunas recetas exóticas. Hemos podido trabajar juntas, sin sabotearnos, complementándonos como un buen equipo. Hemos trabajado bien, y en armonía porque hacerlo nunca fue una imposición, simplemente queríamos estar allí.

Recuerdo ese primer café donde espontáneamente comenzó esa lluvia de ideas sobre como ayudar a extranjeros recién llegados a Alemania. Queríamos compartir nuestra experiencia y la experiencia de otros que, con mucha voluntad, han recorrido el camino de la integración. Cuando vi que la cosa se estaba poniendo seria tuve ganas de salir corriendo. No era la primera vez que me metía en proyectos que evidentemente me quedaban grandes.  Una vez tome un trabajo como interprete de inglés-español cuando mi inglés era bastante limitado (por decirlo de una forma amable), pero necesitaba desesperadamente el dinero. Recuerdo ese dolor frío en el estómago y el temblor de piernas al pensar que yo no pertenecía a ese lugar, porque no estaba cualificada para la tarea.  Quedarme o salir corriendo, esa ha sido la cuestión.

El himno nacional de Guatemala dice «a vencer o a morir llamarás». Me he tomado muy enserio lo de vencer o morir.  No quiero que los que me conozcan piensen que los guatemaltecos huimos cuando la cosa se pone cuesta arriba. Como cristiana tampoco puedo salir corriendo. «Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente» (Jo. 1:8) sabiendo que a su tiempo, si no nos cansamos, segaremos (Ga. 6:9).   Jesús no nos prometió una vida fácil, nos prometió su presencia hasta que lleguemos a la meta.  Así que me quedaré y aguantaré el último tramo, y a su tiempo segaré.  Seguiré aunque la recompensa tarde años en llegar, seguiré sin tomar atajos, seguiré y disfrutaré del viaje.

Cambiar: sí, pero ¿el qué? (Romanos 12:2)

Dos palabras rondan mi cabeza últimamente, una es “transformación” y la otra es “cambio”.  Todo cambia.  Los ciclos de la naturaleza no son otra cosa que cambios necesarios, la sociedad cambia, incluso los que resentimos los cambios cambiamos involuntariamente.  Entre las palabras 44 y 45 de este post asistí a mi primer concierto live stream, yo desde mi sofá escuchando y la artista cantando desde el salón de su casa en Noruega.  Disfrutamos diferente, compramos diferente, creamos de forma diferente, compartimos de forma diferente.  Me asombra y emociona ver a los jóvenes que sin miedo a esos cambios aprovechan los medios a su alcance para florecer.  También me da un poco de envida ver su valentía porque pienso “me gustaría tener la visión que tienen ellos”. Pero incluso los no visionarios estamos evolucionando, tal vez a otro ritmo, pero todos estamos en proceso de cambio.

El cambio implica sacrificio (Ro. 12:1).  Implica traerme a mí con todo lo que soy, con mis logros y mis derrotas, mis miedos, mis ideas preconcebidas, y someterlo todo a examen.  El sacrificio implica transparencia, porque no someto a examen a la persona que me gustaría ser, sino la que realmente soy.  Sacrifico a la persona que soy para ser una mejor versión de mí misma.

Ok, cambiar, sí, pero ¿el qué? Nuestro sistema de pensamiento, la fuente de nuestras motivaciones, el filtro con el que interpretamos el mundo.  El problema, pocas veces somos conscientes del corazón de nuestra mente, de esas ideas preconcebidas que hacen que decidamos lo que decidimos.  Sé que Dios es mi proveedor, pero tomo decisiones y vivo como si Dios fuera mi asistente y trabajo hasta la enfermedad por temor a que su provisión no sea suficiente.  Entonces no creo que Dios sea mi proveedor. Sé que Dios es bueno, pero por si acaso no me da lo que quiero, mejor me lo busco yo misma, y si hace falta, fuerzo la situación. Entonces no creo que Dios sea bueno, porque no me da lo que yo quiero. Creemos que amar es dar, así lo aprendimos y así educamos a nuestros hijos. No sometemos esa concepción a un examen bíblico y entonces cuando Dios no me da lo que quiero, dudo de su amor.  Creemos que el amor no dice “no”, y cuando recibimos una negativa de parte del cielo dudamos de la bondad del Creador.  Creemos que tener una vida fácil es sinónimo de bendición, vemos las dificultades como un castigo, y cuando las dificultades se intensifican dudamos de todo lo que hemos aprendido.  Valoramos el resultado e ignoramos con frecuencia el proceso, olvidando que Jesús prometió la venida del Espíritu Santo para acompañarnos y dirigirnos en este proceso, porque el proceso también importante, y hermoso. Los resultados son importantes, pero no tan importantes como las motivaciones, que llevan a decisiones, que a su vez producen resultados

¿Cómo saber cuáles son mis motivaciones reales? A mí me sirve hacerme más preguntas, como ¿cuál es mi deseo más profundo deseo? ¿en qué gasto mi dinero? ¿cómo utilizo mi tiempo? ¿qué hago en mi tiempo libre? ¿qué planes tengo a corto y largo plazo? ¿cómo elijo mis amistades?

Porque donde está mi tesoro, allí está mi corazón.