No eres tú, soy yo.

¿Cuál es mi superpoder? Aparentar que sé lo que hago, aunque no tenga ni idea. Y no lo hago a propósito. Con esta cara que Dios me dio, entre seria y en las nubes, parece que lo tengo todo fríamente calculado y raras son las veces que sé lo que quiero.  ¿Una habilidad? Escuchar. Creo que las lecciones más importantes de mi vida las he aprendido escuchando a mis mayores y no en un aula de clases. Creo que toda la información que llega a mis oídos en un regalo de Dios, nunca se sabe cuándo esa información será útil. Analizando todo y reteniendo lo bueno. En toda persona hay sabiduría e insensatez, sólo hay que discernir qué es qué.

Hace tiempo escuché el término “core identity” o, según Google, identidad central. La identidad central es esta creencia que tenemos sobre nosotros mismos, que nos define, y ha sido reforzada por el medio en el que vivimos (definición muy libre). Durante mucho tiempo la palabra que yo creía que me definía como persona era “inteligente”.  Era lo que me decía la gente y en el colegio no me iba mal, solía caer bien a los maestros, así que debía ser verdad. El problema es que cuando con 22 años me dieron un titulo que decía “licenciada” mi vida se hundió.  Estaba a punto de enfrentarme a la vida sin ninguna herramienta “útil”. Quería, desesperadamente, estudiar un post grado, para ver si de alguna forma mágica descubría o desarrollaba alguna habilidad útil que me diera un plan para el resto de mi vida.

Y del amor romántico ni hablemos, ¿quién querría tener una novia a la que le gustaba el latín y el griego y no supiera cocinar?. Me dediqué a aniquilar cualquier atisbo de romanticismo porque algo dentro de mí me decía “hmmmm mejor no”. Y ese “hmmmm mejor no” salvó vidas, incluida la mía.  Muchos años después, desde la perspectiva que da el tiempo, sé que fue la mejor decisión. Algo dentro de mí no se sentía cómodo empezando una relación sin saber quien era, no tenía sueños ni motivaciones más allá de una maestría. ¿Y si de verdad no tenía más talentos que hacer exámenes? Dentro de mi caos interno había una sola cosa clara: mi identidad central no sería “ser la esposa de…” prefería lo del caos, pero caóticamente auténtica. Quería tener algo que ofrecer, estar con alguien por elección y no por necesidad, dar y recibir apoyo, pero ¿apoyo para qué, si no sabía a dónde iba?

Siguiendo el consejo de un par de personas empecé a dar clases particulares, y después de varios años resultó que, a los 28 años, descubrí que tenía vocación y habilidad para la enseñanza (es lo que tiene escuchar a personas más sabias y con más experiencia). Con mi cara de “tranquilos, sé lo que hago” seguí trabajando como maestra en Alemania (tener experiencia y buenas referencias también ayudó).  Parte de mi aprendizaje como maestra es aprender a decir: “no lo sé”, cosa que a los 22 años jamás hubiera admitido en voz alta. Aprender también implica equivocarse, tengo más fracasos en mi haber que éxitos, pero no me mortifico. Mayor es el miedo que le tengo al remordimiento que al fracaso, además por estadística algo me tiene que salir bien. Resultó que la docencia trajo un poco de luz a mi vida.  Tal vez sea mi auténtico superpoder.

Cuando sólo me espera una casa vacía (Parte III)

Paralelo a este proceso de dejar ir ese deseo de tener una familia al estilo tradicional, me vi envuelta en otro proceso que para mí era mucho más doloroso.  Profesionalmente no estoy donde debería estar.  Soy básicamente una perdedora.  Por fin y después de muchos años de luchar por ello, por fin tengo un trabajo que paga todas las facturas, por fin soy adulta y pago impuestos, seguros y esas cosas que hacen los adultos.  Pero observando a la gente a mi alrededor, me di cuenta de que ellos están en otro nivel, ellos llevan a sus hijos al colegio, conducen autos familiares y se compran casas.  Lo que hay en mi cuenta bancaria da para una bicicleta de segunda mano, y con esfuerzo.

Tengo un trabajo que me gusta y me siento valorada, pero es inestable, sin dinero ni marido que me mantenga.  ¡Qué desastre! De nuevo la soberanía de Dios tocó a mi puerta. ¿Acaso no lo sabe ya Dios? ¿Acaso no tiene ya una salida preparada?

«Hubiera yo desmayado, si no creyese que veré la bondad de Jehová en la tierra de los vivientes.» Salmo 27:13

Con marido o sin marido, con trabajo estable o como autónoma, con casa o en mi sótano, veré la bondad de Jehová en la tierra de los vivientes, y como dijo Job, mis ojos lo verán, no los ojos de otro, aunque algunas veces mi corazón desfallece dentro de mí (Job 19:27)

Cuando falla el entendimiento de la soberanía de Dios falla también la percepción de su bondad.  Dicho de otra forma, cuando Dios permite algo en nuestras vidas, diferente a lo que esperábamos, casi de forma automática cuestionamos su bondad.  Dios es bueno con los demás y malo conmigo porque a mí no me dio lo mismo.  Dios se convierte en un ser lejano e indolente, como el Pantocrátor de la edad media, subido en una esfera juzgando al mundo.  Raras veces agradecemos por lo que no tenemos, sólo nos fijamos en lo que queremos y no tenemos. Pero ¿y si no tener ciertas cosas es exactamente lo que necesitamos? ¿Y si el bienestar no se mide en términos humanos? ¿Y si la felicidad es algo tan único que no se puede ni se debe comparar?

Suficiente sobre este tema

Cuando solo me espera una casa vacía (Parte I)

Si tengo que explicar el porqué de mi estado civil, la respuesta es simple: he tomado decisiones que me han traído hasta aquí. Estoy contenta de haber tomado esas decisiones porque me gusta donde estoy, y aunque a veces me pregunto qué se sentirá tener a alguien que te espera en casa, en general estoy satisfecha.  No sólo he decidido decir que no alguna vez, también he decidido no presionar, he decidido que no era el momento, o que no quería formar parte de sus sueños. Alguna vez tuve que decidir no fingir ser alguien que no soy para gustarle a alguien, y ambos en un acuerdo sin palabras decidimos que cada uno debía seguir su camino. Supongo que he estado esperando que llegue alguien y todo «tenga sentido», no sé explicarlo de otra manera. Estoy esperando escuchar ese «click» que me diga: él y yo podemos trabajar juntos, podemos ser un buen equipo. Una vez escuché ese click, pero él decidió irse con otra y yo decidí no suplicarle que se quedara.

Cuando se hizo evidente que llegaba tarde modelo tradicional de matrimonio y de familia, decidí empezar mi proceso de duelo. Duelo porque por alguna razón esperaba que me pasara lo mismo que a todo el mundo, no quería ser la excepción. El proceso estuvo marcado por el nacimiento de los bebés de varios amigos, lo que alimentaba mi deseo de sentirme miserable.  Se me pasó por la cabeza pedirle al creador que me cauterizara el corazón, pero eso me convertiría en un zombi indolente, y tampoco era el caso.  Llegado este punto debo aclarar que el matrimonio nunca ha sido la prioridad número 1 en mi vida, es importante, sí, pero no es la razón de mi vida. Quizás por eso puedo darme el lujo de pasar por un proceso de duelo baste… flemático, sin tantos dramas.

Principio fundamental de la mente humana: la mente no se puede quedar vacía, así que para sacar algo hay que meter algo nuevo. A mí me ayudó increíblemente relacionarme con mujeres piadosas maduras.  Preparar estudios bíblicos para ellas me obligó a acercarme al texto bíblico desde otra perspectiva, y aunque jamás tocamos el tema del matrimonio, el simple hecho de poner información fresca en mi mente poco a poco fue sacando los pensamientos viejos y rancios.  ¿Cómo terminé mezclándome con mujeres blancas, casadas, que no trabajan fuera de casa? En el fondo fue una decisión. Decidí que ya estaba bien de juntarme con «chicos y chicas» que, como yo, están en pausa, como esperando a que sus vidas comiencen. Necesitaba salir de ese mundo (hasta cierto punto cómodo) y dar un paso más y meterme de lleno en el mundo de los adultos. Descubrí un mundo de mujeres que se despiertan a las 4 de la mañana por los ronquidos de sus maridos.  Descubrí que las madres muy a menudo se sienten inadecuadas e inseguras en su papel de madres. Descubrí mujeres que en ocasiones se sienten solas e incomprendidas, incluso estando acompañadas.  En definitiva, descubrí que el pasto no es más verde al otro lado de la valla.

Así como dejé entrar gente nueva a mi vida, también dejé salir a algunos.  Lamentablemente una mujer latina «solterona» no encuentra consuelo en una iglesia evangélica.  No faltan los falsos profetas que nos dicen lo que queremos oír. No falta el consejero necio que te dije que te quedes con el primero menso que se te ponga delante.  No falta la enviada del reloj biológico que te recuerda que te estás quedando sin ovarios. No falta el que disfraza de chistes comentarios hirientes que en nada te acercan a Cristo.  A ellos, los dejé fuera de este proceso.

Tuve que dejar salir otras cosas de mi vida.  La frase «Dios es soberano» me asaltaba a diestra y a siniestra, pero de eso hablamos mejor otro día.