Año nuevo, problemas viejos.

«Estimados pasajeros, llevamos un retraso de 2 minutos, espero que no sea un problema… posiblemente encontremos algo de tráfico más adelante… Mis colegas yo trabajamos turnos de 21 horas, tenemos pausas pero en durante esas pausas debemos dormir, comer, asearnos, preparar, limpiar o reparar el autobús, así que espero que el atasco que nos espera no sea un problema. Saben, algunos de mis colegas tienen títulos universitarios, pero aquí estamos, conduciendo un autobús, no es un trabajo fácil y no cualquiera puede hacerlo… y cada día el drama de siempre, quejas… si se van a quejar por favor piensen en mis colegas y sus turnos de 21 horas.»

Por usar nombres ostentosos y muy del siglo XXI diría que estamos ante un caso de precariedad laboral y estrés financiero. La meritocracia se desmorona bajo nuestros pies, especialmente entre los más vulnerables. Pero donde abunda el desprecio por la dignidad de otros y la indiferencia de otros, abunda la gracia.

La necesidad que tienen los hombres de esperanza y paz con Dios es el gran ecualizador de la condición humana. Ya sea de los que tienen ideas como trasladar plantas de producción al sudeste asiático, como los que deben aplicar a trabajos por desesperación, todos necesitamos esperanza. Todos tenemos miedo, todos anhelamos libertad. Todos en algún momento nos sentimos espectadores impotentes asistiendo al teatro que es nuestra propia vida.

Venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra así como en el cielo. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Porque en la abundancia de pan de mi prójimo está mi bienestar. La justicia hacia mi prójimo se transforma en paz para mí. La gracia de Dios reflejada en mis vecinos es mi felicidad. No hay plenitud en una sociedad desigual.

Feliz año nuevo, aunque lo que mi pesimismo estructural en realidad quiere decir es «Venga tu reino» porque hay mucho que no estamos haciendo bien.

Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria, por siempre.

Entre la zona 3 y Zurich.

Después de vivir 10 años en la «perfecta» Alemania, viajar se convierte en un ejercicio de comparación en el que la «perfecta» Alemania sale bien parada: infraestructuras, seguridad, orden, servicios de información… Excepto en la parte de la comida, el clima y servicio de trenes.

Viajar a Suiza, sin embargo, me hizo sentir un poco como la campesina que va por primera vez a la ciudad. Después de todo, ¿no es Suiza el epítome del desarrollo y la civilización? ¿No es «hecho en Suiza» sinónimo de calidad y prestigio? Navajas suizas, guardia suiza, chocolate suizo, referéndum por aquí, referéndum por allá, un modelo de bienestar y tradición. Pocos países pueden competir por ser el modelo a seguir en occidente. Tal vez los países escandinavos.

Pero en medio de tanto bienestar, en un desayuno que no pretendía ser más que un acto de amabilidad de parte de mis afitrionas, salió a luz la injusticia, la precariedad y el sufrimiento. Incluso en el epicentro de la ejemplaridad hay gente que sufre, que es despojada de su dignidad. Incluso en el eslabón más alto de esta cadena alimenticia hay quienes se cuelan entre las grietas de un sistema que aunque bastante igualitario, no puede evitar ser excluyente, de generosidad limitada. Todo sistema humano es excluyente, no puede evitarlo. Siempre habrá algunos que se cuelen entre las grietas. Siempre hay quienes no llegan a disfrutar las bondades de la tierra.

En la zona 3 y en Zurich hay gente invisible. En ambos hay gente con hambre y sed de justicia. Entre la zona 3 y Zurich el Reino de los Cielos se abre paso. En la zona 3 y Zurich el socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra.

Venga tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

*zona 3 de la ciudad de Guatemala, un agujero (literal) donde vive gente en condiciones infrahumanas. Pero donde vive gente hermosa, generosa y muy digna a pesar de todo. Un agujeros donde no todo es lo que parece. Un agujero que recibe atención mediática local cuando su podredumbre afecta otras áreas de la ciudad, atención internacional en forma de oleada «misioneros a corto plazo». Pero estamos peor que nunca. Un agujero donde la esperanza, vergüenza, comodidad y miedo conviven como hermanos.

Inmigrante de largo recorrido

Hace 10 años tomé una decisión arriesgada, medio suicida. Nunca pensé que fuera capaz de reducir mi vida a dos maletas y plantarme en un aeropuerto rumbo a lo incierto, pero ya no tenía nada que perder. Llevaba años orando por un cambio, intentando que las cosas funcionaran aquí y allá, hablando con unos, escribiéndole a otros, pero nada funcionó. No se abría ninguna puerta. Lo que debió ser un año de espera terminaron siendo 8 en los que al final de cuentas terminé un postgrado, con el plus de descubrir que me gustaba la enseñanza. No fueron 8 años perdidos, solo fueron 8 años de entrenamiento en la sombra. Alemania no era la respuesta a mis oraciones, pero era una respuesta, y sabía que no tomar esa opción me iba a salir muy caro. Más grande que mi miedo a morir en el intento, es mi miedo a llegar al final de mis días con remordimientos, sintiendo vergüenza por mi falta de coraje.

Cuando tenía unos 10 años, en un recital de piano de final de año entré en pánico: no encontraba el «do central». Después de lo que para mí fueron minutos, seguramente sólo unos segundos, de infructuosa observación al teclado de ese piano de cola, decidí cerrar los ojos, levantar las manos y allí donde aterrizaran mis manos empezaría a tocar. Curiosamente mis manos cayeron en el «do central». A ese cerrar los ojos y dejarme llevar yo lo llamo mi momento «recital». De pie en la habitación de mis padres, al teléfono una tarde de junio en mi cálida Andalucía, cerré los ojos y dije «está bien, llego a Frankfurt en agosto». Y como «dijo» Julio César «alea iacta est» (la suerte está echada), o como dicen en el sur, que sea lo que Dios quiera.

Y Dios quiso. Al día siguiente de mi llegada, un alma caritativa me regaló toallas, porque por alguna razón no se me ocurrió que necesitaría por lo menos una, así que no llevé ninguna. Para mí no fue nada extraordinario, pero para mí madre fue casi una epifanía, la señal de que Dios iba delante abriendo caminos. Alemania me ha enseñado que puede ser la tierra que fluye leche y miel, pero también me ha enseñado los dientes, ¡oh sí! Alemania no regala nada, ama sus estructuras, pero también premia el esfuerzo. En trabajo duro sin protestar, nadie le gana a los niños tercermundistas. Aprendí a comer una vez al día y a caminar para no comprar ticket de transporte. Acepté trabajar en condiciones laborables que ningún blanco hubiera aceptado. Aprendí a vivir en un sótano, a armar muebles de Ikea y pintar paredes (ese trabajo manual que jamás hubiera hecho el mi país de la eterna primavera pero que resulta que puedo hacer, y hasta me siento bien desafiando mi sistema).

Tú, Dios, nos pusiste a prueba,
purificándonos como a la plata:
nos dejaste caer en una trampa,
descargaste un gran peso en nuestra espalda;
permitiste que sobre nosotros cabalgaran,
tuvimos que atravesar agua y fuego,
pero tú nos llevaste a la abundancia.

Salmo 66