Cambiar: sí, pero ¿el qué? (Romanos 12:2)

Dos palabras rondan mi cabeza últimamente, una es “transformación” y la otra es “cambio”.  Todo cambia.  Los ciclos de la naturaleza no son otra cosa que cambios necesarios, la sociedad cambia, incluso los que resentimos los cambios cambiamos involuntariamente.  Entre las palabras 44 y 45 de este post asistí a mi primer concierto live stream, yo desde mi sofá escuchando y la artista cantando desde el salón de su casa en Noruega.  Disfrutamos diferente, compramos diferente, creamos de forma diferente, compartimos de forma diferente.  Me asombra y emociona ver a los jóvenes que sin miedo a esos cambios aprovechan los medios a su alcance para florecer.  También me da un poco de envida ver su valentía porque pienso “me gustaría tener la visión que tienen ellos”. Pero incluso los no visionarios estamos evolucionando, tal vez a otro ritmo, pero todos estamos en proceso de cambio.

El cambio implica sacrificio (Ro. 12:1).  Implica traerme a mí con todo lo que soy, con mis logros y mis derrotas, mis miedos, mis ideas preconcebidas, y someterlo todo a examen.  El sacrificio implica transparencia, porque no someto a examen a la persona que me gustaría ser, sino la que realmente soy.  Sacrifico a la persona que soy para ser una mejor versión de mí misma.

Ok, cambiar, sí, pero ¿el qué? Nuestro sistema de pensamiento, la fuente de nuestras motivaciones, el filtro con el que interpretamos el mundo.  El problema, pocas veces somos conscientes del corazón de nuestra mente, de esas ideas preconcebidas que hacen que decidamos lo que decidimos.  Sé que Dios es mi proveedor, pero tomo decisiones y vivo como si Dios fuera mi asistente y trabajo hasta la enfermedad por temor a que su provisión no sea suficiente.  Entonces no creo que Dios sea mi proveedor. Sé que Dios es bueno, pero por si acaso no me da lo que quiero, mejor me lo busco yo misma, y si hace falta, fuerzo la situación. Entonces no creo que Dios sea bueno, porque no me da lo que yo quiero. Creemos que amar es dar, así lo aprendimos y así educamos a nuestros hijos. No sometemos esa concepción a un examen bíblico y entonces cuando Dios no me da lo que quiero, dudo de su amor.  Creemos que el amor no dice “no”, y cuando recibimos una negativa de parte del cielo dudamos de la bondad del Creador.  Creemos que tener una vida fácil es sinónimo de bendición, vemos las dificultades como un castigo, y cuando las dificultades se intensifican dudamos de todo lo que hemos aprendido.  Valoramos el resultado e ignoramos con frecuencia el proceso, olvidando que Jesús prometió la venida del Espíritu Santo para acompañarnos y dirigirnos en este proceso, porque el proceso también importante, y hermoso. Los resultados son importantes, pero no tan importantes como las motivaciones, que llevan a decisiones, que a su vez producen resultados

¿Cómo saber cuáles son mis motivaciones reales? A mí me sirve hacerme más preguntas, como ¿cuál es mi deseo más profundo deseo? ¿en qué gasto mi dinero? ¿cómo utilizo mi tiempo? ¿qué hago en mi tiempo libre? ¿qué planes tengo a corto y largo plazo? ¿cómo elijo mis amistades?

Porque donde está mi tesoro, allí está mi corazón.

Cambia, todo cambia (Ro. 12:2)

«Todo cambia» dice la canción, o al menos todo debería cambiar. Nacer, crecer, reproducirse y morir para los seres vivos, el agua cambia de estado, la tierra gira, la sociedad modifica sus hábitos, pero no su esencia.  Bien lo dijo Heráclito: «Nadie se baña dos veces en el mismo río», y es que el cambio es inevitable para todo lo que tiene vida.  Ahora bien, ¿y si ese cambio fuera programado y con un propósito definido? o mejor aún, ¿y si ese cambio estuviera dirigido por un experto?

«Bienaventurados los flexibles, porque ellos no serán deformados» (Barbara Johnson). La primera vez que leí esta cita empezaba a ser consciente de lo rápido que cambian cosas. Más de una década después y con unos cuantos cambios inesperados en mi haber, sé que el cambio no es opcional, es necesario y bueno.  El apóstol Pablo escribió: «no se conformen a este mundo, sino déjense ser transformados…» Lo que no es normal es el conformismo, es destructivo y contra natura.  El conformismo no ha hecho feliz a nadie en la historia de la humanidad. Los grandes descubrimientos que han impulsado a la sociedad no han salido de personas conformistas. El conformismo es primo hermano del miedo, es ese pánico a lo desconocido que nos ancla en un presente escurridizo.  Esta es la parte activa del llamado, depende de nosotros el no conformarnos a lo que vemos y oímos.  Depende de nosotros aceptar o no, lo que nos vende la sociedad. Depende de nosotros examinarlo todo y retener lo bueno (1 Tes. 5:21)

«…déjense ser transformados por medio de la renovación de su entendimiento…» El cambio es tan necesario como inevitable.  Pero Pablo entiende bien que ese cambio no puede venir de nuestra propia naturaleza, tan atrofiada por sus deseos pecaminosos.  Sería como cambiar las sábanas de la cama por otras sábanas igual de sucias.  Esta es la parte pasiva del llamado, la que no depende de nosotros porque la transformación verdadera y duradera viene de Dios.  ¿Ha intentado acabar con un mal hábito en su vida? yo lo he intentando, y debo decir que no siempre he tenido éxito.  ¿Ha intentado cambiar a alguien más? ¿lo ha conseguido? Es por eso que somos arcilla en manos del agente transformador que es Cristo.  «…renovación de su entendimiento…» la modificación exitosa es la que ocurre del interior hacia el exterior.  Cuando la mente es renovada los hábitos externos son renovados.  Ese mismo cambio al contrario se llama hipocresía.

«…para que comprueben cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.» El resultado es agradable y perfecto de acuerdo a la buena voluntad de Dios.  Cuando la sociedad o los medios sugieren que la voluntad de Dios es irrelevante o anacrónica, nuestra misión es no conformarnos y buscar su voluntad, porque sabemos que es buena, agradable y perfecta.  ¿Y qué de la iglesia? Una iglesia que no cambia, que no se transforma, como poco se pierde el privilegio de estar en primera fila, allí donde los milagros ocurren y Dios se mueve.  El río de Heráclito no cambio de esencia, seguía siendo un río, pero cambio su forma de acuerdo a las circunstancias externas.  La iglesia cristiana, hoy más que nunca, necesita no conformarse con su estado actual, dejarse transformar (aunque en el proceso rueden cabezas) con la confianza plena de que su voluntad es buena, agradable y perfecta.